Exámenes, certámenes y distribución de premios en la ciudad de México y en Veracruz durante los dos primeros tercios del siglo XIX

Exámenes, certámenes y distribución de premios en la ciudad de México y en Veracruz durante los dos primeros tercios del siglo XIX1

Pablo Martínez-Carmona*

 

Resumen

El artículo da cuenta de las trasformaciones de tres ceremonias escolares, exámenes privados, certámenes públicos y la “solemne distribución de premios”, en la educación superior y en la instrucción primaria del siglo XIX. Estudia cuatro periodos que corren desde finales de la época virreinal hasta la República restaurada, en los espacios geográficos de la ciudad de México y Veracruz. La perspectiva de análisis, para estudiar la reglamentación, la inclusión de diversos sectores educativos y el surgimiento de notas para calificar el aprovechamiento, combina la escolarización y el ritual público. Demuestra que esas ceremonias fueron eficaces en la consolidación del proceso de escolarización decimonónica, en aspectos centrales como el control de los profesores, la cooperación de los padres de familia, la inclusión de sectores marginados, la configuración de mecanismos para calificar el aprovechamiento escolar y la transición del predominio de la oralidad en la educación al examen escrito.


Palabras clave: exámenes, certámenes, distribución de premios, escolarización, ritual, Veracruz, México.


Exames, certames e distribuição de prêmios na Cidade do México e em Veracruz durante os dois primeiros terços do século XIX


Resumo

O artigo relata as transformações de três cerimonias escolares, exames privados, certames públicos e a “solene distribuição de prêmios”, na educação superior e na instrução primaria do século XIX. Estuda quatro períodos que correm desde finais da época do vice-reinado até a República restaurada, nos espaços geográficos da Cidade do México e Veracruz. A perspectiva de análise, para estudar a regulamentação, a inclusão de diversos setores educativos e o surgimento de notas para avaliar o aproveitamento, combina a escolarização e o ritual público. Demostra que essas cerimonias foram eficazes na consolidação do processo de escolarização do século XIX, em aspectos centrais como o controle dos professores, a cooperação dos pais de família, a inclusão de sectores marginados, a configuração de mecanismos para avaliar o aproveitamento escolar e a transição do predomínio da oralidade na educação ao exame escrito.


Palavras chave: exames, certames, distribuição de prêmios, escolarização, ritual, Veracruz, México.


Examinations, contests and award ceremonies in Mexico City and Veracruz during the first two thirds of the 19th century


Abstract

The article details the transformations of three school ceremonies, private examinations, public contests and the "solemn distribution of prizes" in higher education and primary education during the 19th century. It studies four periods that run from the end of the viceroyalty period to the restored Republic, in the geographical areas of Mexico City and Veracruz. The analysis perspective which aims to study the regulation, the inclusion of diverse educational sectors and the emergence of grades to qualify achievement, combines schooling and public ritual. It shows that these ceremonies were effective in consolidating the process of 19th century schooling in central areas such as teacher control, parental cooperation, the inclusion of marginalized sectors, the configuration of mechanisms for grading achievement and the transition from the predominance of orality in education to the written test.

Key words: exams, contests, award distribution, schooling, ritual, Veracruz, Mexico.

Recepción: 7/11/17. Aprobación: 8/05/18.


Introducción
El México decimonónico es rico en rituales relacionados con diversos aspectos de la vida pública, como la política y la religión. La educación conoció la práctica de ceremonias que resultaron heredadas del mundo novohispano. Eran rituales inmersos en la cotidianidad y en las vivencias de los individuos, en su papel de alumnos, padres de familia, profesores, sinodales, padrinos y autoridades políticas que presidían las funciones. Los certámenes anuales eran los más prominentes, porque en ellos los escolares de los diversos establecimientos educativos competían por los mejores lugares y premios. Además eran públicos ya que el reconocimiento de las materias que se habían impartido a lo largo del año se efectuaba ante la presencia de las autoridades y la asistencia de sus progenitores, maestros de otras escuelas y personas distinguidas. Hubo otras ceremonias, de las cuales sabemos poco, como los exámenes privados que precedían a los certámenes públicos y la posterior distribución de premios para galardonar a los niños más sobresalientes.
        Los estudios acerca de textos escolares y catecismos religiosos y políticos constituyen el referente más cercano del objeto de este trabajo, los cuales se ubican en una renovada historia política, cultural y social del siglo XIX (Márquez, 2010: 29-47; Sagredo, 1996: 501-538; Roldán, 2012: 39-69). Algunas ceremonias escolares han sido estudiadas desde el vínculo entre el carácter simbólico y “performativo” de la escolarización y la ciudadanía (Roldán, 2010 y 2012)2 y su papel en la lectura y adquisición de un bagaje de símbolos, imágenes y retórica que debieron abrir expectativas por la ciudadanía (Ríos, 2005: 137-177).3 Destacan además los trabajos que revisan el vínculo entre esas ceremonias y los procesos de secularización ocurridos en la segunda mitad del siglo XIX (Padilla, 1999: 101-113) y la lucha entre “ordenes rituales” de la enseñanza (Caruso, 2004: 7-24).4 No obstante, los estudios del tema aún son escasos, mientras que el periodo que corre de mediados del siglo decimonónico a la República restaurada aún no se ha explorado.
        Es necesario analizar los exámenes, certámenes y distribución de premios desde la construcción de la escolarización misma. Para ello se eligieron tres espacios, distantes para la época, con diferencias geográficas, demográficas y culturales: la ciudad de México que concentraba una gran cantidad de establecimientos educativos y las poblaciones de Veracruz y Jalapa, el principal puerto de la época y la capital del estado. El estudio aborda la educación que comprendía institutos científicos o literarios —también llamados de estudios medios y superiores, de segundo nivel o estudios secundarios— establecidos a partir de 1826, que abanderaron la secularización de la enseñanza y se consideran el origen de las universidades actuales de los estados (Ríos, 2015: 13). También los colegios y los seminarios conciliares, instituciones provenientes de la época colonial que de la misma forma asumieron funciones idénticas a los institutos.5 La comparación se realiza, primordialmente, entre niveles educativos, por lo cual se revisa lo sucedido en las escuelas de primeras letras para niños y amigas6 para niñas.
        La temporalidad comprende desde finales del siglo XVIII, en que la política de modernización y secularización borbónica promovió a las ceremonias escolares. Vislumbra la transición a la república, los intentos de los primeros gobiernos independientes, especialmente el impulso que tuvieron esos rituales escolares durante la República central, hasta la época de la Reforma. Fue necesario abordar este largo y sinuoso periodo, porque en él se configuró la práctica de los certámenes escolares en medio de los vaivenes políticos. Las fuentes primarias que dan cuerpo a este trabajo proceden de los archivos municipales de Veracruz y Xalapa, el Archivo Histórico de la Ciudad de México, el Archivo Histórico de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), la Biblioteca y la Hemeroteca Nacional. Se trata de actas y crónicas de las ceremonias, así como los discursos pronunciados en ellas, los que se contrastan con informes, actas de cabildo, reportes de visitas, planes y reglamentos, entre otros.
        Los presupuestos que se emplean para el análisis de las fuentes provienen de la escolarización, la que a su vez deriva de la historia social. Ellos permiten identificar orígenes y analizar las transformaciones en cuatro etapas específicas. La escolarización expresa, como señalan Popkewitz, Pereyra y Franklin (2003: 23), “funciones reguladoras de control social”, y emplea el “conocimiento” para articular “los intereses y las fuerzas sociales”. Esas funciones reguladoras articulaban las nuevas prácticas escolares que el siglo XIX buscaba enraizar.7 Su operación era implícita, pues empleaba la persuasión más que la coacción y, desde luego, generaba resistencias y formas de negociación. En otras palabras, la escolarización es una expresión de la cultura escolar que Julia (1995: 131) precisa como “un conjunto de normas que definen saberes a enseñar y conductas a inculcar y un conjunto de prácticas que permiten la transmisión de estos saberes y la incorporación de estos conocimientos”.
        En un segundo nivel de análisis se identifican los símbolos concretos que se transmitían en cada una de esas ceremonias, sus funciones específicas y comprender la complejidad que adquiría la organización escolar. Para esto las ceremonias escolares son vistas como rituales escolares. Al respecto McLaren (2003: 44) señala que un ritual es un proceso de significación social que “constituye y nutre las ideologías y comportamientos”, simboliza y conecta el cuerpo con los símbolos. De acuerdo con Quantz (1999: 493-513), una ceremonia escolar puede ser entendida como una actuación o representación simbólica, una acción destinada a una audiencia que incluye gestos para que sea vista, escuchada y leída por otros y que como proceso dinámico más que estático es capaz de articular o fomentar el cambio.
        Las preguntas que guían la discusión son: cuáles fueron las transformaciones de los certámenes en el siglo XIX y cuáles eran las prácticas que se desarrollaron en torno a la escolarización. Para abordar este problema se revisa la reglamentación, las formas de inclusión y se da cuenta de las prácticas efectuadas por los diversos sectores educativos involucrados. Me interesa expresar que el estudio de esas ceremonias es capaz de mostrar mecanismos y prácticas de cómo se construyó la escolarización, que era el principal objetivo de la organización de la educación decimonónica.

Exámenes y certámenes públicos desde finales del siglo XVIII novohispano
El origen de los certámenes públicos se remonta a la época novohispana. Desde el siglo XVI se realizaban exámenes en la Real Universidad para la obtención de los grados de doctor, que Antonio García Cubas señaló, en tono de ironía, en El libro de mis recuerdos publicado a principios del siglo XX, como “vejámenes”, porque según él “se ridiculizaba y aun se humillaba al sustentante con necias argumentaciones para llenarlo después de agasajos” (García Cubas, 1986: 399). Los exámenes que realizaban los jesuitas en sus colegios también pueden ser considerados un antecedente.
        A finales del siglo XVIII los colegios, como el de San Luis Gonzaga de Zacatecas, tenían definidas las “oposiciones” que los alumnos presentaban al final de cada curso y recibían una calificación que servía para certificar los estudios ante otras instituciones (Ríos, 2002: 206). La Escuela Patriótica de Veracruz realizó los primeros “certámenes públicos” y “distribución de premios” en honor a Carlos III en 1787 (Gazeta de México, 18/XI/1788: 188) siguiendo un modelo europeo traído de España que se combinó con la “tradición católica de conversión y moralización”, que era el origen de sus procedimientos (Roldán, 2012: 41), por lo que no es extraño que el primer acto se realizara en el puerto de Veracruz, el lugar de entrada de las novedades traídas de ultramar.8
        Un caso emblemático de la ciudad de México fue el Real Seminario de Minería que, desde su fundación en 1792, estableció exámenes privados y certámenes públicos. Los del primer caso, también llamados “semianuales”, se realizaban a mediados del curso y terminaban en el mes de octubre —muy similares a los del colegio de San Ildefonso que eran individuales y el alumno sustentante recibía una serie de recomendaciones y advertencias para mejorar su aplicación y disciplina. Los certámenes, también referidos como “actos públicos solemnes”, “réplicas”, “funciones científicas” y “literarias”, se efectuaban en diciembre y en ellos sólo se presentaban los alumnos sobresalientes en los exámenes. El carácter público y solemne de los certámenes eran recursos de persuasión para promover la aplicación de otros jóvenes e inspirarles el gusto y la afición por las ciencias y los conocimientos útiles aplicados a la industria, la cultura y las minas. El acto público virreinal más famoso se celebró en 1803 y contó con la presencia del naturalista y explorador alemán Alexander von Humboldt, quien examinó la cátedra de mineralogía (Ramírez, 1890: 63, 106). Desde entonces una tercera ceremonia escolar surgía y se independizaba de los certámenes, para premiar públicamente la conducta y la aplicación con distintivos que debían distribuirse “con cierto grado de solemnidad”.
        Había diferencias abismales entre los distintos niveles educativos, pero es muy interesante ver cómo las prácticas que se daban en las escuelas profesionales, emigraban gradualmente a los diferentes tipos de escuelas de primeras letras. En la ciudad de México, un ejemplo de este traspaso lo expresaron los establecimientos privados de Rafael y su hijo Pedro Ximeno, al realizar sus primeros certámenes públicos entre 1792 y 1808 (Archivo Histórico de la Ciudad de México, fondo Ayuntamiento, sección Instrucción pública, vol. 2589, exp. 1, 2). Durante la guerra de Independencia esos actos fueron suspendidos, pero hubo casos emblemáticos, como los de algunas escuelas del puerto de Veracruz en 1815 (Archivo Histórico Municipal de Veracruz, Actas de Cabildo, sesión de 10 de octubre de 1815, f. 231vta.), el establecimiento de José Ignacio Paz en junio de 1819 en la ciudad de México (Noticioso General, 12/VII/1819) y probablemente también se efectuaron ceremonias similares en otras poblaciones de la Nueva España.
        Pero ¿cuál era el ceremonial de esos rituales escolares, especialmente de los certámenes públicos? En las escuelas de primeras letras y en los colegios había elementos recurrentes que en el siglo XIX definieron rasgos y propósitos propios, como la recepción de autoridades de la misma manera que se hacía en ceremonias religiosas solemnes y en actos de la monarquía. La asistencia de las autoridades civiles y eclesiásticas, presididas por el Ayuntamiento, guardaban las formalidades de los actos solemnes. Los alumnos entraban a la sala representado una procesión; una autoridad o un profesor pronunciaba un discurso; a continuación los sinodales nombrados procedían a examinar a los escolares en cada uno de los ramos de enseñanza y sus cátedras.9 Los niños de las escuelas de primeras letras, por su parte, presentaban algunas planas. La ceremonia continuaba con disertaciones, odas o poesías pronunciadas por una autoridad, un profesor o un discípulo. A veces, incluso, había una procesión de los niños por las calles desde el establecimiento educativo hasta el palacio virreinal, seguidos de un “festivo concurso” custodiado por la tropa. Para culminar, los niños que obtenían los primeros lugares eran premiados con medallas de plata y metal con el busto de Fernando VII, a veces la premiación se realizaba en una fecha posterior.
        Desde la época de Rafael Ximeno el propósito de los certámenes públicos de las escuelas de primeras letras era que los “progresos” o “adelantos” de los niños fueran del conocimiento “público”, que éste fuera partícipe de la “satisfacción” o “testimonio” del aprovechamiento y habilidad del niño, de todo lo que se podía aprender y de la formación en política civil y cristiana. Se pretendía “estimular a la juventud”, es decir, que los niños se animaran mutuamente para despertar la competencia y la aplicación. Roldán (2010: 71; 2012: 59) señala que el propósito de realizar certámenes públicos variaba según los niveles y el tipo de establecimiento educativo. Refiere que en torno a escuelas patrióticas, existentes en la ciudad de México hacia 1808, se configuró la idea de la educación como empresa filantrópica para pobres,10 mientras en el caso de las escuelas privadas, el objetivo de su director era legitimar a este tipo de educción ante las autoridades. En general, lo que predominó en este periodo fue la idea de que había deberes recíprocos entre súbditos y filántropos, gobernantes y gobernados.
        Surgieron además dos nuevos propósitos que en el siglo XIX llamarán constantemente la atención de las autoridades. Se empezó a considerar que los certámenes eran útiles para persuadir a los padres de los niños y jóvenes para que dejaran de ser un obstáculo y cooperaran con el Estado. También para estimular “a los demás maestros […] para que se dediquen con esmero a la enseñanza de sus niños”. La actitud de una gran parte de los padres y de algunos profesores no siempre coincidía con los propósitos oficiales. En el caso de los colegios García Cubas (1989: 399) refiere que se dedicaban más bien a competir por “la pompa y lujo”, para ocultar una serie de circunstancias que impedían realizar certámenes públicos favorablemente. Por ejemplo, la ignorancia generalizada que prevalecía en su establecimiento o su incapacidad para la enseñanza.

Hacia unos certámenes públicos republicanos
La consumación de la Independencia promovió nuevos cambios. El Reglamento general de instrucción pública, decretado por las Cortes (29/VI/1821), señaló que la educación privada era libre y los maestros particulares no estaban sujetos a exámenes de idoneidad ni requerían permiso para abrir escuelas. Esto, aunado a la desaparición del gremio de maestros en la ciudad de México, causó la proliferación de escuelas gratuitas y particulares con una certificación incierta y motivó que los preceptores también tomaran la iniciativa de hacer certámenes públicos, por lo que el asunto se convirtió en un mecanismo de validación de maestros (Roldán, 2010: 68-69; 2012: 56).
        En Veracruz no hubo gremio de maestros en la época colonial, ni surgieron numerosos establecimientos de primeras letras después de la Independencia. Fueron las autoridades de la primera república federal y las de la centralista quienes trataron de impulsar los exámenes y certámenes en todas las escuelas municipales.11 No obstante, durante este segundo periodo sólo algunas escuelas los realizaron, y de manera irregular. Una ruta de estudio que podría explicar esta situación y, sobre todo, su arraigo en momentos posteriores es su carácter republicano, así como una política de inclusión, su característica principal, según los niveles educativos en que los sectores educativos se hallaban insertos.
        Las autoridades republicanas señalaban que todos los niños y jóvenes, independientemente de su condición social y étnica, debían presentar exámenes,12 participar en los certámenes públicos y ser potenciales ganadores de un premio por su esfuerzo y dedicación. Los profesores, como antaño, eran considerados actores centrales. Pero los padres de familia llamaron mucho la atención de las autoridades por ser los que influían directamente en sus hijos. El propósito principal era desarraigar costumbres, actitudes y tradiciones que niños y padres de familia, y hasta los propios preceptores, traían del hogar y de su entorno cultural y fomentar la disciplina, normas y valores cívicos y morales. En los colegios e institutos, por su parte, tanto los hijos de las clases acomodadas como algunos alumnos de familias pobres que eran becados podían participan en las ceremonias escolares.
        En el caso de las escuelas de primeras letras los certámenes involucraban de igual manera a maestros, alumnos y padres de familia. A los maestros presentar certámenes les permitía legitimar su trabajo ante las autoridades y la sociedad, quienes por su parte podían demandar control, certificación, profesionalización y uniformidad de la enseñanza. Los niños eran inducidos con discursos de disciplina, moral, competencia recíproca y prácticas cívicas como el amor a la patria y el respeto por las jerarquías. La función de los rituales escolares de modelar la conducta a través de la persuasión y el manejo de los sentimientos para fungir como un acicate para los padres de familia, era otra herencia novohispana que se adaptó a la república, pues era un lugar común que las autoridades los responsabilizaran de la inasistencia de sus hijos a las escuelas.13 En lugar de obligarlos, como por lo general sucedía, era mejor incitarlos.
        Todos los individuos podrían ser incluidos si cumplían, no obstante, ciertas condiciones. Los colegios y escuelas de primeras letras generaron sus propias y nuevas formas de jerarquizar a los alumnos, mientras que competir en un certamen público formó pequeños grupos de estudiantes destacados y premiados, quienes no siempre obtuvieron los primeros lugares por su aprovechamiento, esfuerzo e interés por los conocimientos, sino que también influyeron otros factores de carácter social y político. Persistieron, y es importante traerlas al caso, las restricciones de la época novohispana por cuestiones social y étnica, además de otras creadas por la nueva forma de concebir la escolarización. Había diferencias notables entre niveles educativos, pues durante los estudios secundarios en colegios e institutos había más expectativas, incluso para los pobres que ahí eran becados. Las escuelas de primeras letras y los establecimientos de enseñanza literaria, como señala Rosalina Ríos (2005: 138), tenían un carácter contradictorio, porque si bien ambos niveles perseguían el propósito de homogeneizar en lengua, creencias y prácticas cívicas, en la realidad, por cuestiones de jerarquía social, los institutos literarios recibía un mayor impulso, por lo que los jóvenes de este nivel tenían mejores expectativas de ciudadanía. En este sentido, después de 1821 comenzó a discutirse públicamente cuál era el propósito de los certámenes escolares. Por un lado, se afirmaba que buscaban destacar el mérito y el esfuerzo y, por otro, que pesaban más la condición social y étnica, así como las estrategias de padrinazgo y clientelismo.
        En las diferentes escuelas de primeras letras también había jerarquías muy marcadas. Por ejemplo, en 1825 los niños de las escuelas primarias de Xalapa podrían manifestar en el certamen público sus conocimientos tanto de las materias acostumbradas, como de las obligaciones civiles del hombre. No obstante, esta materia no estaba contemplada para las niñas y los alumnos indios, a ellos en cambio se les calificaban únicamente sus “bellas cualidades”, que era el discurso que trataba de formarlos como “modestos y pacíficos”. Además, el propósito de calificar el aprovechamiento reducía considerablemente el número de niños de un establecimiento que se presentaba en el certamen. Un indicador de esta formalización es la ordenanza local de Xalapa de ese mismo año de 1825, la cual —adelantándose, porque era la capital del estado, a lo que en la ciudad de Veracruz se presentaría más tarde— estableció que sólo los alumnos más aventajados de todas las escuelas municipales presentaran certámenes públicos.
        Un reglamento xalapeño de 1827 otorgó al Ayuntamiento la facultad de regular lo concerniente a esas ceremonias escolares. A los preceptores les otorgó la prerrogativa de elegir de entre el público a dos sinodales instruidos y permitía que los demás concurrentes hicieran las preguntas que gustasen (Archivo Histórico Municipal de Xalapa, Actas de Cabildo, sesiones de 13 de septiembre de 1825, f. 86; de 23 de abril, f. 38, y de 18 de mayo de 1827, f. 46). En la ciudad de México las escuelas de la Compañía Lancasteriana realizaron sus primeros certámenes en 1827, pero no hubo reglamentos antes de 1836. Al respecto Roldán (2012: 60) señala que los certámenes públicos de la Compañía realizados en 1831 tenían la intención de legitimar a esa modalidad educativa y el método de enseñanza mutuo, ya que ahora lo central era el mérito y el honor de los alumnos. Al parecer esto no aplicó en los estados. En Veracruz, en cambio, como señalamos arriba, no hubo gremio de maestros en la época virreinal; luego, a lo largo de la República federal, en Xalapa y en Veracruz sólo existieron de tres a cinco establecimientos educativos —esto a pesar de los esfuerzos de la Compañía Lancasteriana en 1826 de establecer escuelas en todos los pueblos del estado—, por lo que en esta etapa no fructificaron los intentos de validar la idoneidad de los profesores a través de los certámenes públicos.
        A pesar de los esfuerzos, los certámenes escolares se realizaron irregularmente durante la República federal, debido a la inestabilidad política, la carencia de recursos y una ambigua política de control de la idoneidad de los profesores, entre otros aspectos. Las incompletas descripciones de esta etapa indican que los actos escolares conservaron la mayoría de sus rasgos novohispanos —examen de las materias impartidas, discursos y composiciones literarias, procesiones y regocijo, premios y recursos de persuasión. No obstante, se combinaron con nuevos propósitos y prácticas republicanas, como la austeridad, la sustitución de los símbolos monárquicos por los republicanos y el propósito de generalizar estas prácticas en otros niveles de enseñanza. La hipótesis es que esto influyó en los intentos posteriores de regular los certámenes públicos y convertirlos también en medios de certificación de maestros.
        Era la etapa, como hemos visto, en que las autoridades consideraban que los padres de familia eran clave en el fomento y mejora de la educación por lo que, en el entendido de que los castigos y multas eran poco efectivos, había que explotar medios de persuasión. Siguiendo esa idea, en 1836 el gobernador del Distrito Federal, el coronel José Gómez de la Cortina, propuso dar públicamente tres premios anuales (uno de 50 pesos y dos de 25) a los padres que demostraran haber obligado “con mayor puntualidad y constancia” a asistir a los niños pobres a las escuelas de la capital (Premios de puntualidad para distribuirlos entre los padres de familia, tutores o encargados de niños pobres en las escuelas o casas de educación pública, bando, 28/V/1836). Ese mismo año se definió que los exámenes privados se realizaran en marzo, mientras que el certamen público y la distribución de premios debían celebrarse en septiembre. En la ciudad de México la distribución debía ser presidida por el presidente de la República y en los estados por el gobernador o el jefe político. Este cambio no fue uniforme, en realidad la distribución de premios seguiría conformándose como una ceremonia separada y más politizada —por su carácter público y la magnificencia de los discursos, imágenes y ceremoniales, ante autoridades y miembros de los sectores acomodados— en los siguientes años.

Reglamentos e intentos de regulación
El periodo que corre de 1840 a 1853 es de gran relevancia porque los centralistas se propusieron regular, a través de reglamentos y estatutos, e impulsar la realización de exámenes y certámenes.14 A diferencia de los escuetos artículos que sobre el tema se integraban en los estatutos de instrucción pública de la república federal, los nuevos reglamentos generales integraron secciones completas sobre exámenes y certámenes. Por su parte, los colegios y las escuelas municipales y particulares de primera enseñanza, incluyeron nuevos preceptos en sus reglamentos internos, que señalaron la diferencia entre examen privado y certamen público.
        Las estadísticas señalan que hacia 1843 sólo el 1% de la población del país “pisaba alguna aula” (Staples, 2005: 232). En el departamento de Veracruz apenas el 0.5% asistía a la escuela, ya que se contaban 53 escuelas de primeras letras y cerca de 1 249 alumnos para una población que ascendía a 259 715 habitantes. A pesar de la cruda realidad de las cifras, dos reglamentos centralistas de 1840, uno de la ciudad de México y otro de Veracruz, incluyeron artículos en los que podemos advertir intentos de regular el trabajo de los profesores desde el punto de vista de las ceremonias escolares. El primero señaló que los exámenes privados debían celebrarse cada seis meses y que durante su realización la Comisión y Junta de Instrucción hiciera una visita y levantara un informe de la conducta de los preceptores. Hubo dos exámenes privados al año, un certamen público anual, que ahora también adquirió el carácter de “general”, y la distribución de premios, por lo que desde entonces algunas escuelas harían cuatro ceremonias escolares al año (Ordenanza para arreglo del ramo en el Departamento y providencias dictadas para su cumplimiento en esta capital [ciudad de México]...,1840).
        El de Veracruz también destacó el control municipal hacia los preceptores. Para ello estableció la diferencia entre el examen, durante el cual se realizaba la visita de inspección, realizada por una comisión municipal en unión del cura párroco, y el certamen público llevado a cabo en los primeros días de diciembre. Señaló que todos los maestros y maestras estaban obligados a presentar actos públicos que fueran presididos por una comisión formada por el jefe político, por regidores y alcaldes del Ayuntamiento y por el cura párroco, la cual debía dar cuenta al gobierno del departamento el número de niños y niñas, las clases que cursaban, las calificaciones que merecieron y los que en ese año finalizaban sus estudios (Reglamento para la educación primaria de la juventud, Xalapa, 1840). Si bien no detalló los procedimientos a seguir durante los actos, señaló que los artículos reglamentarios debían aplicarse a todas las escuelas de primeras letras de niños del Departamento.
        Si bien las cifras de escolaridad parecían estancarse, durante los gobiernos de Anastasio Bustamante (1837-1841) y Antonio López de Santa Anna (1841-1843) la política de inclusión a través de exámenes privados y certámenes públicos avanzaba sobre terreno pedregoso hacia la inclusión de sectores que hasta entonces estaban relegados de la educación. Se integró a individuos marginados (niños sordomudos), a los que tenían suspensos sus derechos de ciudadanía y a trabajadores. A pesar de que, como es sabido, en el siglo XIX las mujeres tenían un acceso menor a la educación que los hombres, en la ciudad de México se realizaron también por primera vez ceremonias escolares en las amigas de niñas y las de ambos sexos de los pueblos suburbios. Surgieron, incluso, propósitos para crear escuelas de primeras letras para artesanos y campesinos. La idea es que los certámenes mostraban públicamente que la formación de los futuros ciudadanos de la patria era una realidad que no daría marcha atrás. Pero, como hemos visto, esos futuros ejercicios de ciudadanía serían restringidos por cuestiones étnicas y sociales. Por eso, como en la época novohispana, se consideraba prioritario premiar la buena conducta y aplicación de estos sectores, que obtuvieran las máximas morales y se comportaran civilizadamente.
        La viajera escocesa Frances Erskine Inglis (1990: 335-336) refirió, en 1842, que en los centros de corrección de la capital, los individuos de “familias decentes” permanecían separados de aquellos que procedían de “lo más bajo del común del pueblo”. Éstos últimos eran una “mezcolanza” que habitaba en “regiones profundas”, en galerones abovedados que figuraban el purgatorio, en medio de la humedad y el hedor. A pesar de esa separación jerárquica y de las condiciones miserables en que subsistía la mayoría, los reclusos de establecimientos que a partir de entonces contaron con una escuela de primeras letras, también conocieron los rituales escolares. En la ciudad de México, la Compañía Lancasteriana organizó certámenes públicos en las escuelas de las “infelices” presas de la ex Acordada y en la de los presos que se abrió en 1842, incluso, a partir de 1843, en la escuela de la casa de corrección de “jóvenes delincuentes”. En esos espacios de reclusión las ceremonias escolares parecían idóneas para reorientar los comportamientos. Para ello el acto simbólico se presentaba vistosamente, exhibiendo la jerarquía social y la elegancia de los “ciudadanos” o de las señoras que fungían como sinodales y protectores, expresando gestualmente y con discursos su compasión, beneficencia y caridad. En consecuencia, dado que uno de los propósitos de la ceremonia era “conmover los corazones” y exaltar las emociones, se esperaba que los atendidos adquirieran los beneficios de la religión cristiana y de la “civilización”, es decir, orden, trabajo, moralidad y entusiasmo por el futuro del país. Existen casos de reclusos que fueron considerados estudiantes aprovechados, cuyo esfuerzo les otorgaba la oportunidad para cambiar su suerte. Éste fue el caso del joven correccional Ricardo Toscano, quien sorprendentemente ganó 18 pesos en tres premios de primera clase en doctrina cristiana, ortología y aritmética (Archivo Histórico de la Ciudad de México, Instrucción pública: exámenes y premios, vol. 2 589, exp. 13, 1843).
        La hipótesis es que la inclusión se manifestaba indistintamente según variantes regionales, por los cambios, intereses y propósitos de las élites locales, el tamaño de la población y las agitaciones políticas que se vivieron a lo largo del siglo XIX. En la ciudad de Veracruz, por ejemplo, los certámenes públicos, además de realizarse frecuentemente, eran más abiertos debido a que la cantidad de alumnos de sus escuelas era menor a las de la ciudad de México, en tanto que en muchos casos todos los niños de un establecimiento eran presentados a certamen público, para lo cual se omitían los exámenes privados. Además las escuelas de Xalapa y Veracruz realizaban sus certámenes en espacios públicos abiertos. Por ejemplo, la escuela gratuita de Xalapa, creada como lancasteriana en 1840, realizaba los actos en los corredores de las casas municipales o en los altos de las mismas.
        En lo que se refiere a la segunda enseñanza, el Plan General de Estudios de 1843, en su intento de uniformar la instrucción pública, estableció que durante los estudios preparatorios —que duraban de cinco a seis años, de las carreras del foro, “ciencias eclesiásticas y medicina”— los alumnos tuvieran de manera oficial en su colegio un examen privado de las materias cursadas en cada año y otro también privado, pero de carácter general de las materias cursadas en todos los años, con el cual podrían pasar a los estudios mayores. Que además de dichos actos privados, debían presentar los “exámenes o actos públicos que hoy se acostumbran”, tanto de los estudios preparatorios como los de cada carrera (Plan General de Estudios de la República Mexicana, México, 1843). En la ciudad de México los colegios de Minería,15 de San Ildefonso16 y el Militar17 fueron las tres instituciones emblemáticas que, a partir de 1842, realizaban sus exámenes privados y certámenes públicos con fastuosidad y con un interesante ambiente festivo que combinaba elementos religiosos, científicos y patrióticos.
        En Veracruz, a diferencia de la ciudad de México, los institutos literarios y colegios preparatorios que se crearon durante el centralismo, empleaban los protocolos que hasta entonces sólo se conocían en las escuelas de primeras letras del departamento.18 Tenemos además que la competencia por los premios no sólo se daba en el interior de un establecimiento, sino que se repetía entre las ciudades veracruzanas. Éstas adoptaron el discurso de que serían las más “ilustradas” del país con el establecimiento de las mejores instituciones educativas y mostrar sus logros a través de certámenes públicos “brillantes”. Un ejemplo es que los grupos de poder porteños a través de una junta de Fomento, apoyados por Antonio López de Santa Anna, presidente de la república y el general Benito Quijano, gobernador del estado, crearon un Instituto Literario y Mercantil en 1843, que incluía la “educación primaria y secundaria”.
        La regulación de los certámenes públicos que se intentaba aplicar en el país no funcionó de la misma forma en la ciudad de México y en los estados. Una razón es la heterogeneidad de los establecimientos, las circunstancias y los intereses locales. Con el restablecimiento de la República federal en 1846 continuó la disposición por reglamentar la materia. En esta época cerca de un 80% de los alumnos sólo presentaba exámenes privados y no llegaban a los certámenes públicos, algunos casos debían esperar uno o dos años para hallarse capaces de presentar su pública oposición. Pocos niños presentaban actos públicos y muchos de ellos no disfrutaban un premio durante su vida escolar. Las razones eran que la escuela sólo podía otorgar premios y diplomas a “los más aprovechados”, porque estaba encaminada a elegir y a distinguir a los mejores, pero qué tanto influyó ahora el mérito y no la condición social como se criticaba.
        Las prácticas de privilegio, memorización efímera y de incompetencia de muchos profesores eran comunes, era el común denominador que se buscaba desarraigar a través de certámenes rigurosos. Se afirmaba que el paso de los niños de las escuelas de primeras letras a otros niveles, el de los jóvenes que cursaban la segunda enseñanza de un curso a otro, y la continuación en la enseñanza de grados, se realizaba sin estar capacitados, o “en recua” como se decía en el habla coloquial. Las críticas periodísticas lo consideraban vulgar, engañoso y perjudicial para el futuro del niño como adulto y para el porvenir del país, pero en muchos de los casos esto era conveniente para los padres de familia porque les ahorraba el pago de nuevas colegiaturas y la humillación pública (El Universal, 19/XI/1852: 1). Se estaba configurando, no obstante, la idea de que se podía premiar el mérito y el esfuerzo. Era considerado ético por los críticos de la prensa que sólo se recompensara el mérito y los “servicios brillantes”. Es posible afirmar que el aprovechamiento resultante de la competencia y el ideal de que la recompensa o el premio fueran debidos y acordes con los conocimientos adquiridos, eran los factores que redujeron la cantidad de premiados, los más competentes, interesados y adaptados. Lo mismo aplicaba, en este caso al menos en teoría, con los profesores. El profesor Manuel Calderón y Somohano señaló al respecto, en 1848, al Ayuntamiento de la ciudad de México que presentar certámenes públicos servía para contribuir “a que se conozca el verdadero mérito de los profesores que han tomado en su cargo tan difícil empresa, poniendo en evidencia el charlatanismo de muchos que se han hecho tan común en nuestros días y con el que se ha dejado seducir algunos incautos” (Archivo Histórico de la Ciudad de México, Instrucción pública: exámenes y premios, vol. 2589, exp. 16, 1848). En el caso de los colegios particulares de la ciudad de México, los maestros podían legitimar su actividad ante la sociedad y expulsar a los farsantes y sin aptitud para el magisterio.
        La hipótesis que propongo es que ambas formas, el aprovechamiento y las prácticas de privilegio y deshonestas, funcionaban a la vez como el canal que permitía aspirar a ganar un premio. Lo prueban las opiniones no oficiales que surgieron en la prensa hacia 1849, y que, entre otras cosas, iniciaron la discusión, vigente durante el resto del siglo, en torno a la eficacia de la memorización que imperaba en la enseñanza mexicana.19 Las críticas periodísticas, además de defender que sólo debía premiarse el mérito, comenzaron a señalar argumentos a favor y en contra de la eficacia de los certámenes para valorar el aprovechamiento. La más antigua que dispongo es la queja de un padre de familia que en 1849 señaló que algunos profesores evadían presentar certámenes por el temor de exhibir públicamente su incompetencia. Además, las críticas que venían de puntos de vista anónimos publicados en el periódico conservador El Universal, señalaban que los actos eran en realidad farsas que ocultaban los atrasos y las carencias de las escuelas. Se trataba de sainetes que favorecían a un grupo selecto de niños, hijos de buenas familias y, por consiguiente, causaban la exclusión de la mayoría que se quedaba en las sombras, como simples testigos, cuya presencia desfavorecida y distante abonaba la solemnidad del acto. Sólo quedan para la imaginación las emociones de frustración y rivalidad que seguramente habrían surgido. Por otra parte, se señalaba que el aparato deslumbrador y lujoso de las ceremonias escondía una memorización considerada inútil20 de unos pocos y la ignorancia generalizada de los conocimientos más básicos y de muchos niños que salían rápidamente de los establecimientos y pronto olvidaban lo memorizado, por lo que “el engaño infame fue el que lo coronó de aplausos en los pomposos exámenes de su antiguo establecimiento” (El Universal, 3/V/1849: 1; El Universal, 9/V/1849: 1).
        En los discursos pronunciados durante los certámenes públicos por autoridades, incluidos algunos profesores y autores anónimos que referían el asunto posteriormente en la prensa, se trataba de convencer, con un tono apasionado, a los asistentes de los buenos resultados obtenidos en el acto, los cuales mostraban los adelantos y los logros de la instrucción pública en general. De esta manera, contrarrestaban las críticas que aparecían también en la prensa hacia la eficacia de los actos públicos y las descalificaban con el argumento de que las animaban intereses particulares. Por ejemplo, se recurría a la idea de que en los certámenes los niños, sobre todo las niñas dado que se afirmaba que eran más dedicadas, mostraban “precoces adelantos”.
        El reglamento interno del colegio de San Ildefonso de 1850 especificó la diferencia entre “funciones literarias” privadas y públicas y la distribución de premios que igualmente podría ser privativa si las rentas del colegio fueran insuficientes para costear una magna celebración (Archivo Histórico de la UNAM, Fondo Colegio de San Ildefonso, caja 145, exp. 329). La reglamentación se adecuaba a las circunstancias. Éste es el caso de un reglamento del puerto de Veracruz atribuido al regidor Miguel González de Castilla, que en 1851 estableció que las escuelas primarias municipales, en las que se incluía una amiga, debían “Presentar a examen público a todos sus discípulos una vez al año” (González, 29/VII/1851). En Guanajuato un reglamento de escuelas de ambo sexos de nueva creación en todo el estado, estableció en 1851 que los certámenes no se realizarían en común, sino individualmente y en un fecha indeterminada y que la familia del alumno podría nombrar libremente un sinodal que certificara la calificación y graduara el mérito del preceptor según el número de discípulos aprobados (El Universal, 9/III/1851: 3). Esto, por una parte, refiere la desconfianza que posiblemente tenía la familia del niño hacia los certámenes públicos y, por otra, que en este caso el profesor debía dar cuenta y legitimar su labor ante la sociedad. Una expresión del predominio que tenían los establecimientos privados para definir el sentido y los propósitos de un certamen es el caso de el Liceo Literario de varones de Jalisco, cuyos profesores, en ese mismo año de 1851, podían elegir a los sinodales.
        Autoridades, profesores y la opinión pública coincidían en que era necesario que los resultados fueran conocidos por la “voz pública”. La prensa periódica se convirtió entonces en un medio importante para difundir y anunciar información acerca de la educación y los certámenes; para estimular y para castigar a los preceptores que evadían presentar certámenes, refiriendo que sus niños eran muy pequeños o que la apertura de sus establecimientos era reciente o para evitar el escarnio público; para el debate entre maestros y particulares acerca de la utilidad y eficacia de los certámenes públicos.
        Las ceremonias escolares de la República central fueron notables en relación con las de la etapa anterior. En la ciudad de México se realizaron con más frecuencia, abarcaron a más sectores de la población y retomaron algo de la magnificencia novohispana proclive al espectáculo y la ostentación. Los exámenes servían para seleccionar a los alumnos aptos para competir y evaluaban al profesor. Los certámenes se orientaron a destacar a los alumnos más aprovechados y legitimar a los maestros ante la sociedad. En la ciudad de México resaltaron los de la Compañía Lancasteriana y la fastuosidad con se realizaban los de los colegios de Minería y San Ildefonso. En Veracruz, el acto de premiación siguió realizándose en el mismo día, pero en la ciudad de México se convirtió en una magna ceremonia, sobre todo en los colegios, con montajes que incluían intermedios de música militar, adornos, alegorías e iluminación que evocaron por primera vez los colores y los símbolos nacionales.

La palanca de Arquímedes que remueve el mundo
Los esfuerzos educativos emprendidos en la última dictadura de Santa Anna (1853-1855) se asemejan a la conocida frase atribuida al sabio griego Arquímedes, a propósito de la invención de la palanca, “dadme un punto de apoyo y moveré el mundo”. Esta analogía —apareció en la prensa santannista, pero se empleó más durante la República restaurada— señalaba que la educación tenía el poder para remover cualquier obstáculo que impidiera mejorar la instrucción pública. Se advierte por lo tanto un nuevo contexto que corre de 1853 a 1870, que se caracterizó por la vigencia de reglamentos de exámenes y certámenes centralizadores que retomarán los liberales, cuya aportación más destacada fueron los intentos por establecer pautas definidas para calificar el aprovechamiento.
        Con el regreso de Santa Anna al poder en 1853, la prensa produjo la impresión de que había un nuevo impulso a la educación, con la creación de nuevos establecimientos educativos y el surgimiento de escuelas, institutos y liceos privados en que se ofrecía la instrucción primaria y parte de la segunda enseñanza.21 En la ciudad de México proliferaron varias escuelas particulares, como el Liceo Franco-Mexicano y el Colegio de San Felipe Neri, generando tensión con los maestros de escuelas municipales en torno a los resultados de los certámenes, de los cuales en gran medida dependían la certificación de su práctica y la confianza del público. Los funcionarios que presidieron los actos y fungían como padrinos, señalaban su interés por el bien de la instrucción pública por encima de sus preferencias políticas de liberales o conservadores. En la ciudad de México las escuelas públicas de instrucción primaria sostenidas por el gobierno, el Ayuntamiento y las sociedades de beneficencia, aún eran insuficientes ante la cantidad de establecimientos privados (Vázquez, 1986: 78-93) que por entonces comenzaban a proliferar en todo el país. En comparación con los años anteriores, en todo el país el número de escuelas de primeras letras se incrementó. Veracruz, por ejemplo, pasó de 53 establecimientos en 1843 a 170 en 1854 (Staples, 2005: 234).
        En 1853 el Ayuntamiento de la ciudad de México señaló que algunos profesores realizaban los certámenes con mucha ostentación, con lo cual pretendían ocultar su “charlatanismo”. Como hemos visto, esto sucedía desde la primera república federal, en que algunos maestros empleaban esa estrategia para evadir sus responsabilidades y evitar el cierre de su establecimiento. En este contexto, en 1854 surgió una nueva reglamentación de exámenes y certámenes para todos los niveles educativos del régimen santannista.22 Estableció que los exámenes se llamaran particulares, lo cual estaría vigente hasta la República restaurada. En el caso de las escuelas primarias, esta clase de actos debían realizarse cada año y a más tardar el 30 de noviembre, podían ser privados, sin la presencia de autoridades o con su asistencia cuando los maestros así lo solicitaren. La novedad es que también podrían ser públicos, cuando hubiera invitados ajenos al establecimiento como los propios padres de familia o un regidor. Los sinodales ya no serían nombrados por profesores o por los parientes de los niños, como en las atapas que hemos visto, sino por el Ayuntamiento, además una señora calificada examinaría los trabajos en las escuelas de niñas. La distribución de premios se realizaría en el mismo local y día.
        Los certámenes públicos, por su parte, reflejan una mudanza hacia el establecimiento de notas para calificar el aprovechamiento. El reglamento formalizó certámenes generales también para la escuelas primarias y, de la misma forma que en colegios e institutos, estableció que en ellos se presentarían únicamente los niños de cada escuela escogidos a través de varios filtros, aquellos que en los particulares habían obtenido una calificación suprema (S), no siendo suficiente los que habían logrado la calificación muy bien (M) y bien (B). Para los certámenes en la primera semana de diciembre los profesores debían enviar un informe a la comisión municipal de instrucción pública, expresando el nombre del preceptor, la ubicación del establecimiento, los nombres de los alumnos a presentar y los ramos de enseñanza con los autores en que estaban basados. Se realizaban durante una semana previa a la Navidad distribuyéndose dos o tres materias por día. De lunes a miércoles para las escuelas de niños, jueves y viernes para las de niñas. Eran presididos por el gobernador del distrito o el presidente del Ayuntamiento. En este caso los sinodales podrían ser el rector de la Universidad, los capitulares y los rectores de colegios. Para la selección de los niños y niñas que serían premiados los sinodales debían reunirse el sábado siguiente.
        La distribución de premios, ahora con el carácter de magna ceremonia, era exclusiva para los niños finalistas con calificación suprema. Se realizaba en el domingo previo a la Navidad y era presidida por el presidente de la república o por el ministro de gobernación, en el general de la Universidad, en el Colegio de Minería o en el salón de actos de San Juan de Letrán. En esa ceremonia de exaltación se leían en voz alta los nombres de los niños premiados que podían recibir monedas de oro, medallas, libros o distintivos de honor. Habría además un premio absoluto para el niño y otro para la niña más distinguidos en los exámenes generales o para los que obtenían más de una calificación suprema. No faltaban los casos de niños y niñas que ganaban hasta seis premios y eran galardonados año tras año, lo cual causaba ciertos resquemores y desconfianza. En este caso recibirían un diploma especial, una obra fundamental empastada lujosamente y una medalla que llevarían al cuello pendiente de una cinta tricolor. Queda para la especulación la autenticidad de algunos casos, no obstante, hay indicios de que la memorización (el método de estudio vigente) era engrosada por el espíritu de competencia que ya era un hecho y por la avidez por los premios, lo cual también involucraba a niños y jóvenes pobres. Los informes de gastos escolares (de cebo para la iluminación) muestran indicios de que se dedicaban muchas horas de ensayos nocturnos. Todo ello habría causado esa nueva faceta de la escolarización que Francisco Canes (1990) halló en la España de la segunda mitad del siglo XIX, que también generó críticas por los daños a la salud física y emocional de los sujetos.
        El castigo, a manera de exhibición y exposición a la crítica de la opinión pública, comenzaba a formalizarse para el maestro que no cumplía con lo establecido. En el caso de los exámenes, los sinodales y autoridades debían redactar y firmar un acta que sería publicada en los periódicos, en ella debían expresar las calificaciones y los premios de los alumnos, así como su juicio acerca de las condiciones del establecimiento. Después de los certámenes generales, la lista de los nombres de los maestros morosos era publicada en tres números diversos en los periódicos de la capital, incluyendo la dirección del establecimiento y de los niños que obtuvieron premios (Aguilar, 27/XII/1854). La aplicación de multas era otra forma de sancionar a los maestros morosos, sobre todo a los que no presentaban a sus alumnos a certamen público o lo retrasaban por varios meses. Algunos indicios señalan que las evasivas tenían el propósito de ocultar su incapacidad para el magisterio y el consecuente escarnio público. Los dispositivos de control parecían funcionar, pues al año siguiente muy pocos maestros reincidían.
        El reglamento santannista pretendió aplicar sus preceptos en toda la república, pero se llevó a cabo al menos en la ciudad de México, incluso fue vigente en pueblos como Texcoco. De esta forma, los certámenes generales y la distribución de premios se convirtieron en actos multitudinarios a los que asistían las preceptoras y preceptores de alrededor de 40 establecimientos de la capital. Los preparativos involucraban a mucha gente y habría sido todo un espectáculo para los capitalinos presenciar el desfile de los niños, padres y profesores hacia el recinto en que se llevaría a cabo la ceremonia.23 El ánimo festivo se habría animado con el bullicio de la muchedumbre dado que ahora sólo eran escogidos los que llegaban a los certámenes generales (de uno a ocho alumnos por cada preceptor y escuela, lo que hace suponer que el total no pasaba de 300 niños y niñas) y un reducido número de ellos se engalanaban en la distribución de premios. La competencia entre profesores y entre alumnos pudo haber sido más férrea y agobiante hasta la confrontación y la molestia.
        En este contexto la política de inclusión se orientó sobre todo a la educación primaria porque quedaba entendido que era el mecanismo primordial para integrar a la “clase menesterosa”. Da la impresión de que aquellos escritores anónimos en la prensa, que seguramente eran autoridades, profesores y hasta sus propios críticos, se dieron cuenta de los beneficios que la disciplina podía aportar. Para impulsarla había que calificarla y premiarla, especialmente cuando se trataba de “niños pobrísimos” de la “última clase de la sociedad” que se cubrían con “muy modestos trages”. Apremiaba cambiar la imagen del menesteroso por el niño limpio y decente, lo cual puso en aprietos a muchos profesores dada la pobreza de muchos niños. Había que recompensar la buena conducta, es decir, la aplicación, la virtud, el respeto, el amor a la patria, la higiene, pues se creía que de esa forma se formarían los futuros ciudadanos “honrados y útiles a la sociedad”.
        A pesar de la caída del régimen en 1855, la reglamentación santannista estuvo vigente hasta 1869. El reglamento del Colegio Preparatorio de Xalapa de 1856 conservó la separación de las tres ceremonias: los exámenes anuales particulares o “prueba de curso”, los certámenes generales o “actos públicos solemnes” para lo cual se enviaban convites a “todas las autoridades y personas visibles de la ciudad” y la “distribución pública de premios con la mayor solemnidad”. Si bien establecía una diversidad de premios y se pronunciaban discursos por los sinodales (Reglamento del Colegio Nacional de la ciudad de Jalapa…, 1856).
        En extramuros del puerto de Veracruz, proliferaron escuelas de niños y de niñas hacia 1860. En Xalapa y en la ciudad de México surgieron los liceos. En este contexto, en la capital reapareció una versión manuscrita del reglamento de 1854. A propósito de los exámenes particulares añadió que los profesores podían nombrar a los sinodales y suprimió la publicación de las actas en los periódicos. Parece que el Ayuntamiento capitalino quería ser enérgico en la asignación de la calificación suprema y evitar el descrédito, señalando que si dos alumnos obtuvieran esa calificación, el premio sería rifado. Quería evitar también que uno o varios niños fueran siempre los que resultaban aprovechados, por lo cual si ganaban en un año, no podrían hacerlo en el siguiente. Los certámenes por su parte sólo admitían a los que hubieran obtenido un premio. Se suprimió la historia sagrada que hacia 1865 seguía vigente en las escuelas de niñas.
        Con la intervención francesa no hubo certámenes entre 1861 y 1863, en algunos casos como en el colegio de San Ildefonso sólo hubo exámenes, la distribución de premios fue privada y los gastos se usaron para la guerra. Se retomaron en 1864 con el segundo imperio, en el contexto en que los profesores señalaban que los certámenes servían para honrar al plantel, para emular y para fomentar la educación. Surgió una práctica nueva, premiar el mérito civil de algunos maestros con una medalla. En Veracruz se hacían certámenes generales para las escuelas municipales de niñas, las lancasterianas de niños y las particulares.
        Hacia 1866 hubo un cambio profundo que apunta a la modernidad porfiriana en la forma de evaluar, llevar el control interno de asistencias, exámenes parciales y matrículas. Las calificaciones se volvieron complejas, ahora se presentaban en cuadros con columnas. Se incluyeron nuevos sectores sociales en la presentación de exámenes, como las escuelas de sordomudos. Desde entonces, en la ciudad de México, Benito Juárez presidía la solemne distribución de premios, durante la cual se cantaba el himno nacional.
        Hacia 1867, terminado el segundo imperio, el número de escuelas había crecido. La República restaurada expidió su Ley Orgánica de Instrucción Pública del Distrito Federal que reformó la instrucción pública con un espíritu positivista y cientificista, y extendió la celebración de certámenes también en algunos pueblos indígenas del distrito, como la Magdalena de las Salinas, Ayuntamiento de Tepeyac. Un manuscrito simplificado de 1868 rescató parte del reglamento santannista. Se trata de un largo catálogo de ceremonias y premios que hacía énfasis en la secularización, la supresión de todas las materias que tenían que ver con la religión, un sistema educativo laico y liberal, la separación de la ciencia de la religión. En Xalapa la antigua diferencia entre examen particular y certamen público se convirtió, simplemente, en examen escolar y general, es decir se intentó quitar al segundo los aires de solemnidad y simbolismo que lo habían caracterizado. El primero evaluaba los conocimientos y el segundo era la formalidad para manifestar públicamente el aprovechamiento.
        El año de 1867 coincidió además con el rompimiento del predominio de la oralidad en la educación con la inclusión del examen escrito en cada una de las materias en escuelas de primeras letras y en colegios de la ciudad de México. La prueba escrita era ahora la base principal de la clasificación de los alumnos, el examen oral se seguiría practicando como complemento, como una prueba considerada más segura. Los temas que el “competidor” debía desarrollar por escrito perdían un rasgo fundamental del ritual tradicional al insertar la idea de la investigación de causas y razones de lo que se enseñaba y el énfasis en las ciencias resolviendo problemas o teoremas desconocidos, de que el trabajo fuera estrictamente personal. Otro rasgo nuevo es que las materias del examen serían elegidas por el ministro de instrucción pública y los maestros y niños desconocerían cuáles eran, hasta el día de que aún era considerado “certamen de competencia”. Ahora además los niños estarían en sus salas agrupados por secciones, vigilados por un oficial del Ministerio de Educación Pública. La vigilancia sería estricta para que los sustentantes no pudieran comunicarse durante la prueba ni tener auxilio de libros o cuadernos (Proyecto de reglamento para los exámenes de los colegios nacionales de la república mexicana, 1867; El Siglo XIX, 5/I/1868). En este contexto surgió la propuesta del Ayuntamiento de la ciudad de México de crear un premio extraordinario de una moneda de oro para recompensar alguna acción notable o a algún ramo cultivado con éxito fuera del programa de la escuela. El niño Ignacio Cortés, de la 3ª escuela municipal, fue el primero en ganar el premio en 1869, porque era un “modelo de imitación”. Con tan sólo 12 años de edad y sin descuidar sus estudios, cuidaba a su madre viuda y enferma de una pulmonía crónica; por la docilidad y limpieza con que se presentaba en la escuela a pesar de ser de escasos recursos (Archivo Histórico de la ciudad de México, Instrucción pública: exámenes y premios, vol. 2590, exp. 104, 1868).
        Un reglamento de escuelas municipales de 1870 dividió a la instrucción primaria en cuatro años, para pasar de año se necesitaba salvar los exámenes de los años anteriores, que podían ser privados en el mes de mayo y públicos (generales) en octubre (Robert, 25/I/1870). Se implantaron las oposiciones o “lecturas públicas” dominicales que también repartían premios. Un asunto son las “oposiciones generales” que se realizaban en mayo y en septiembre en que la Compañía Lancasteriana llamaba a competir a los alumnos de las escuelas gratuitas y particulares con los de las suyas. La ventaja es que permitía al público juzgar con más frecuencia el estado de adelantos. Seguían vigentes además los certámenes y la solemne distribución de premios.

Consideraciones finales
A través de los cuatro periodos tratados, las ceremonias escolares fueron elementos indispensables del proceso de escolarización. La historiografía referida en la introducción, señala que el ritual se relacionó estrechamente con la conversión de ciudadanos, representación de relaciones de ciudadanía, normas, lealtades políticas y orden social; transmisión de símbolos, imágenes y retórica, así como la intención de controlar a los profesores. Si bien la intención de este trabajo no fue profundizar el aspecto ceremonial, refiere la importancia de diversos recursos de persuasión. La ceremonia de distribución de premios se convirtió en la fiesta cívica de la juventud por excelencia, destinada a estimular el esfuerzo, el patriotismo y competencia. En cuestión de secularización, el Estado intentó asumir la educación durante la República centralista y desplazar a los ayuntamientos, subordinar la cuestión religiosa y promover valores republicanos. Surgió, también, una opinión pública practicada tanto por autoridades, profesores y vecinos que buscaban atraer al público, polemizar acerca de la efectividad de esas ceremonias escolares y como medio de legitimación.
        La comparación de los niveles de enseñanza muestra que en la transición de la Colonia a la República y durante las primeras cinco décadas de vida independiente, los exámenes, certámenes y distribución de premios, que provenían de los establecimientos de estudios superiores como San Ildefonso, se adaptaron a todos los establecimientos educativos. Ese cambio importante estuvo acompañado, además, de la definición de una dinámica propia, sobre todo en las escuelas de primera letras a partir de 1840. Surgieron funciones reguladoras muy relacionadas con esas ceremonias que articularon una escolarización más allá de los propósitos novohispanos de premiar la conducta, estimular a la juventud y promover el respeto por las jerarquías sociales: regular y sistematizar el trabajo escolar; medir y destacar el aprovechamiento de los alumnos; controlar a los maestros; transmitir esa nueva cultura escolar a las escuelas privadas que proliferaron sobre todo a mediados del siglo; e incluir a sectores marginados de la educación, lo que contribuyó a limar las diferencias abismales existentes entre los niveles educativos.
        Las relaciones de ciudadanía se definieron con base en jerarquías delimitadas que no sólo involucraban a los niños y jóvenes estudiantes, sino también a los padres de familia y a los profesores, sobre todo, los de primeras letras; por niveles educativos y al interior de ellos; además se configuran nuevas formas de inclusión y de exclusión determinadas por el mérito, el padrinazgo y el clientelismo. No obstante, el mérito adquirió gran relevancia para valorar el aprovechamiento. Vale la pena resaltar las diversas estrategias de evasión y de negociación que empleaban los individuos involucrados en la educación, porque también fueron parte del proceso de escolarización. Los profesores empleaban la ostentación o el sainete para negociar, simular o evadir que los alumnos fueran examinados, ocultar el atraso, evitar el cierre de un establecimiento y obtener la licencia para abrir nuevas escuelas, ocultar su incapacidad y la premura del evento. Las resistencias de los padres de familia, como las de no enviar a los niños a las escuelas y evitar pagar las cuotas, explican por qué ellos también fueron sujetos de persuasión a través de la cuestión ceremonial de los actos públicos.
        El estudio muestra, también, que la escolarización asumió variantes debido a las agitaciones políticas y por cuestiones regionales, como las que refiere el caso veracruzano, relacionadas con cambios, intereses y propósitos de las élites locales de fomentar la educación y competir por el prestigio de sus ciudades. Al final del periodo estudiado surgieron indicios de una transición de la oralidad en la educación hacia la prueba escrita y la diversificación de las ceremonias escolares. Se advierte que los exámenes privados tuvieron mucho que ver en ese cambio, pues transitaron de servir para preparar y seleccionar a los alumnos que serían protagonistas de los actos públicos a fungir como mecanismos de evaluación de profesores y, en los albores de la República restaurada, para el pase de un grado a otro.

*Pablo Martínez-Carmona
Mexicano. Doctor en Historia, Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Estancia posdoctoral en el Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación (IISUE), de la UNAM. Temas de investigación: historia de la educación al siglo XIX, fiestas religiosas y cívicas, criminalidad y formas de castigo y, recientemente, ceremonias, fiestas, discursos y símbolos. martinezcarmonapablo@gmail.com
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1. Este artículo se desarrolló durante la estancia posdoctoral “UNAM. Programa de Becas Posdoctorales en la UNAM, becario del Instituto de Investigaciones sobre la Universidad y la Educación, asesorado, en diversos momentos, por las doctoras Rosalina Ríos Zúñiga, Mónica Hidalgo y María Esther Aguirre”, durante el año académico 2017-2018. Mi agradecimiento a los miembros del Seminario de Investigaciones Posdoctorales del IISUE y los del Seminario de Historia Política del Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, por sus valiosos comentarios y sugerencias. Regresar

2. La autora refiere que los certámenes públicos de las escuelas de primeras letras de la ciudad de México, las de la transición de la época novohispana a las primeras dos décadas del México independiente, transmitían lo necesario y, sobre todo, eran capaces por sí mismos de convertir a los sujetos en ciudadanos. Sugiere la hipótesis de la escolarización como una iniciación ceremonial a la ciudadanía y lo ceremonial como su elemento intrínseco que involucra corporal y emocionalmente a los sujetos, por lo que los certámenes escolares son vistos como la teatralización de las relaciones de ciudadanía, “una dramatización de un ideal escolar en el que tenían lugar un despliegue de símbolos del Estado, una demostración de lealtades políticas, una manifestación de responsabilidades en materia de educación y una representación del orden social y sus valores”.Regresar

3. Ríos refiere, en el caso de Zacatecas, la participación de los niños en las celebraciones cívicas del 16 de septiembre y en la ceremonia de premiación de los más aventajados, así como los discursos que ahí se vertían. Señala que eran medios para transmitir normas y lealtades desde una combinación de prácticas nuevas y viejas, una mezcla de aspectos cívicos y religiosos y apenas asomos de los republicanos. Regresar

4. El estudio de Caruso se ubica en el Reino de Baviera (Alemania) durante el segundo imperio (1871-1918). El autor relaciona los certámenes escolares de fin de año y la ceremonia de distribución de premios con la “visitación” que predominó hasta finales del siglo XIX. Regresar

5. En la ciudad de México sólo hubo colegios y seminarios conciliares. En Veracruz se fundó un Instituto Literario y Mercantil en 1843. Regresar

6. Además de las escuelas gratuitas municipales y las de carácter privado de preceptores mexicanos o algunos europeos, en el siglo XIX pervivieron las escuelas establecidas por fundaciones piadosas, las dependientes de conventos y parroquias, así como las indígenas. Las amigas podían ser municipales o particulares en las que una preceptora o amiga proporcionaba algunos rudimentos de religión, clases de coser y bordar, a veces de lectura, y cuidaba a niños y a niñas muy pequeños. Regresar

7. La escolarización incluye métodos de enseñanza, disciplinas escolares para encauzar los comportamientos, regulación de los cuerpos a través de diversas normas, prácticas de lectura y escritura, cuestiones de la ciudadanía y el gobierno interno de los establecimientos, entre otros aspectos. Regresar

8. Creada en 1787 para formar diseñadores mecánicos y arquitectónicos (Góngora, 1998: 190). Las materias, el objeto del certamen, eran doctrina cristiana, gramática castellana y francesa, historia, geografía, aritmética, caligrafía, dibujo y música. Regresar

9. En las escuelas de primeras letras eran la doctrina cristiana (o la creación del mundo y del hombre), la gramática castellana (que comprendía ortología, caligrafía y ortografía), y la aritmética. Regresar

10. También podían pedir turnos especiales de examen (Res. 98, 16/03/1979). Regresar

11. En Veracruz los ayuntamientos certificaban a los maestros de primeras letras, mientras que el cura avalaba su moralidad, catolicidad y limpieza de sangre. Hubo un intento en la década de los treinta de establecer una escuela normal que se quedó como proyecto. La certificación corrió por cuenta de la Compañía Lancasteriana a partir de 1840. Regresar

12. La instrucción primaria no estaba jerarquizada por grados, por lo que el propósito de los exámenes privados era identificar a los alumnos más aprovechados que se presentaban a competir en los certámenes públicos. Esa función fue más explícita cuando los certámenes, como se muestra más adelante, comenzaron a realizarse entre escuelas. La organización y ejecución corría a cargo del profesor sin la asistencia de autoridades, por eso no estaban destinados a evaluarlo a él. Salvo en algunos casos citados más adelante en que alguna autoridad aprovechaba la ocasión para realizar la “visitación” e informar acerca del funcionamiento de la escuela y la conducta del preceptor. Regresar

13. Ver, por ejemplo, Archivo Histórico de la Ciudad de México, fondo Ayuntamiento, sección Instrucción pública: exámenes y premios, vol. 2589, exp. 3, 16 de octubre de 1813: Sobre un examen público que se hizo en esta sala de cabildo a los discípulos del mtro. D. Valentín Torres. Regresar

14. Sus propósitos de centralización estaban dirigidos, ahora sí de manera explícita, al control de los profesores y conocimiento del número de establecimientos de primeras letras y amigas existentes en el país que empleaban el método lancasteriano. Regresar

15. Las cátedras del Colegio de Minería examinadas en los certámenes públicos eran aritmética, geometría, mineralogía, matemáticas, física, química, zoología, botánica, topografía, geodesia y cosmografía, entre otras 1988, Secretaria de Hacienda de la Nación, elaboración de los autores, Bertoni y Cano, 1990). Regresar

16. En 1850 sus cátedras eran teología (primer, segundo, tercer y cuarto año), jurisprudencia (primer, segundo y tercero), filosofía (primer, segundo y tercero), gramática latina y castellana (primer y segundo), idioma francés (primero y segundo). Regresar

17. El programa de 1849 contemplaba: matemáticas de primer (aritmética, álgebra, geometría y trigonometría plana) y segundo curso (geometría analítica, series, cálculo diferencial e integral); táctica de infantería (instrucción de recluta y de batallones); mecánica (estática, dinámica, hidrostática e hidrodinámica). Como formación accesoria los alumnos cursaban geografía, dibujo natural, dibujo de delineación de arquitectura e idiomas francés e inglés. Regresar

18. El Instituto Literario y Mercantil de Veracruz (del puerto) y el colegio preparatorio de Xalapa —también creado en 1843 durante el gobierno santannista— siguieron, en sus reglamentos internos, lo establecido tanto en el reglamento veracruzano de 1840 como el plan general de 1843. Regresar

19. Muy similar a lo que Caruso (2004: 7-24) halló en Baviera, Alemania, hacia 1870 en torno a los certámenes públicos. Una lucha entre el “orden ritual escolar” representado por los “visitadores” eclesiásticos que defendían la enseñanza “frontal” y catequizada guiada por las formas y el de los “modernizadores” que seguían el método y la didáctica de la pedagogía moderna entonces en boga. Regresar

20. Su propósito no era suprimir la memorización, sino hacerla funcional. Tanto que no desaparecería de la enseñanza moderna. Regresar

21. Se afirmaba que en varias partes del país se veían los esfuerzos de la “juventud estudiosa” y los profesores se afanaban por obtener la confianza del público, compitiendo por presentar los más lúcidos certámenes públicos, o “tareas literarias” como las llamaban en algunos colegios privados de la capital. Regresar

22. 1. Primaria; 2. Secundaria o preparatoria (que duraba seis años, dividida en dos periodos de tres años, el primero de latinidad y humanidades y el segundo de estudios elementales de filosofía) para los institutos o colegios que estaban incorporados en la universidad; 3. La superior de facultades y 4. Los estudios especiales (Lares, 1876: 344-369). Regresar

23. Ejemplos de estos actos abundan en la última era santannista, como el que en 1853 organizó la sociedad de beneficencia y desfilaron ante Santa Anna cerca de tres mil niños “indigentes” (El Siglo Diez y Nueve, 23/VI/1853: 4), y el de enero de 1855, en que la multitud de niños pobres de la sociedad de beneficencia realizó una magnífica procesión por las calles para dirigirse, con sus estandartes e insignias, al general de la Universidad para la distribución de premios (El Universal, 9/I/1855: 1). Regresar


Referencias
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Fuentes hemerográficas
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Impresos
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Robert, Cipriano (1870), Reglamento para las escuelas municipales, aprobado por el Ayuntamiento y por el Gobierno del Distrito, México (s/editor).

CÓMO CITAR ESTE ARTÍCULO
Martínez-Carmona, Pablo (2018), “Exámenes, certámenes y distribución de premios en la ciudad de México y en Veracruz durante los dos primeros tercios del siglo XIX”, en Revista Iberoamericana de Educación Superior (RIES), México, UNAM-IISUE/Universia, vol. IX, núm. 26, DOI: [consulta: fecha de última consulta].